En su primer discurso al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, el Papa León XIV quiso indicar claramente las piedras angulares de su propia visión de la diplomacia papal y, más en general, de la misión pública de la Iglesia. Entre ellas, la palabra «familia» resuena con fuerza antigua y al mismo tiempo urgente. En una época en la que el equívoco se ha convertido en el sello retórico y político del mundo occidental, el Papa opta por la claridad. Y la claridad, hoy, es un acto de valentía.
La familia, dice León XIV, «se funda en la unión estable entre un hombre y una mujer». Punto y aparte. No un añadido polémico, no una concesión al debate cultural del momento. Sino una definición esencial, antropológica, innegociable. Una definición que -como enseña desde hace siglos la Doctrina Social de la Iglesia- precede al Estado y a cualquier arquitectura normativa: es «la pequeña pero verdadera sociedad, anterior a cualquier sociedad civil», como afirmó León XIII en la Rerum Novarum.
La familia más allá de la ideología
Hay un hecho llamativo en este planteamiento: no se trata de una «defensa» de la familia tradicional, sino de un reconocimiento de la realidad. El Papa no contrapone una visión católica a visiones alternativas; no entra en los méritos de las nuevas formas de convivencia promovidas por la legislación civil o las agendas supranacionales. No lo necesita. Porque no se trata de visiones contrapuestas, sino de ontologías divergentes.
El Pontífice no defiende un modelo cultural: afirma un principio antropológico. Y en esto se inscribe en el surco profundo de la tradición cristiana y del derecho natural. Reafirmar que la familia es un derecho natural y prepolítico no significa adoptar una posición conservadora, sino rechazar la idea de que la identidad humana la decide el poder, ya sea jurídico, tecnológico o mediático.
Prioridad política: invertir en la familia
En el corazón del discurso dedicado a la justicia, León XIV formula una clara exhortación: «Debemos invertir en la familia». Aquí la doctrina se convierte en una propuesta concreta, casi en un programa político. El Papa pide a los gobernantes -creyentes o no- que reconozcan el valor social y económico de la familia, que la apoyen no como un privilegio confesional, sino como una infraestructura natural del bien común.
Es un mensaje que rompe la indiferencia ideológica de las burocracias occidentales y desafía sobre todo a Europa, donde el invierno demográfico avanza imparable y la erosión de la natalidad coincide con la crisis de civilización.
El papel de la Iglesia en el nuevo escenario mundial
Esta visión adquiere también un significado geopolítico. En un momento en que las grandes organizaciones supranacionales (ONU, UE, agencias internacionales) promueven activamente una antropología líquida y cambiante, la Santa Sede reafirma su diferencia como servicio a la humanidad. No para imponerse, sino para dar testimonio. No para legislar, sino para custodiar lo esencial.
Aquí, pues, la Iglesia se erige, una vez más, no como poder político, sino como poder simbólico. Como cuerpo extraño a toda mutación antropológica inducida y, al mismo tiempo, como conciencia vigilante y profética ante una humanidad que corre el riesgo de olvidarse de sí misma.
Un reto para la derecha y los conservadores
El mensaje de León XIV es también una llamada a la coherencia cultural para aquellos movimientos, partidos y pensadores que se autodenominan conservadores o patriotas. La defensa de la familia no puede ser una pancarta ocasional o un tema de tertulia. Debe volver a ser la columna vertebral de una visión del hombre y de la sociedad. Significa luchar por políticas fiscales favorables a la natalidad, por una asistencia social favorable a la familia, por una escuela que no pierda el concepto mismo de naturaleza humana.
La Iglesia no dicta programas, pero ofrece coordenadas. Y hoy, con León XIV, vuelven a ser claras. Familia, justicia, verdad. Sobre estos tres pilares se juega el futuro de la civilización.